sábado, junio 21, 2008

ARRESTADOS POR DEFENDER BALLENAS



Acaba de llegarme este email de Greenpace, la asociación mundial dedicada a proteger a las especies naturales y el medio ambiente. Su mensaje incluye una noticia impactante que conocerán en un momento más...por favor, entren directamente desde aquí a la página de firmas de Greenpace para que liberen a estos dos activistas que descubrieron toda la suciedad y corrupción que existe detrás de la caza "científica" de ballenas.

Si tienes un blog, copia este mensaje y que tus amigos firmen también.

Activistas de Greenpeace en Japón fueron arrestados este viernes por exponer el escándalo de la carne de ballena en la que el gobierno nipón se vio envuelto y probó la corrupción existente en el programa de “caza científica” de ballenas apoyada por recursos gubernamentales.
Junichi Sato y Taru Suzuki fueron detenidos por el robo de una caja de carne de ballena que fue presentada como evidencia del contrabando de carne de cetáceo.
Los activistas solicitaron una investigación del gobierno japonés en el escándalo y el procurador de la República de Tokio estuvo de acuerdo con iniciarla. Su investigación aún no ha sido concluida.
Nuestros activistas son inocentes de cualquier crimen. Ellos fueron arrestados por regresar la carne que fue robada de contribuyentes japoneses y por la exposición de un fraude que puede tocar las esferas más altas de las agencias japonesas de gobierno que controlan el programa de caza de ballenas.
Por favor, escribe al Primer ministro y al Ministro de Asuntos Exteriores y demanda la liberación inmediata de nuestros activistas.

PON TU FIRMA HACIENDO CLICK AQUI

jueves, junio 19, 2008

BESOS SURREALISTAS

Read this document on Scribd: Revista Galan Edición Especial 1977

En Capitan Quasar siempre nos hemos preciado de ser un blog 100% familiar y donde tus hijos y los hijos de tus hijos pueden navegar sin problemas de morbo o similares. Pero ALERTA. hoy hay que cubrirles los ojos porque no puede evitar el subir este post tomado directamente de www.picnicsobrehielo.blogspot.com, el blog de Gerardo Sifuentes, escritor de ciencia ficción mexicana y parte del staff de la revista Muy Interesante. Tu nomás veelo.

En 1977 la revista Galán, dedicada a cubrir el mundo del espectáculo nocturno en la ciudad de México, organizó una sesión de fotos con algunas de las ficheras más populares del momento para ilustrar un amplio reportaje sobre los besos. Esta revista para caballeros, de lo más kitsch que he podido encontrar en la calle de Donceles, es un parámetro de la clase trabajadora nacional de aquella década, en la que se pensaba que el petróleo impulsaría a México al primer mundo. Revista de circulación quincenal, el reportaje es en realidad una exclusiva que se incluye en el número de fin de año, un compendio con los mejores ejemplares a juicio de los editores empastados en un solo fascículo. A pesar de las horrendas fotografías, creo que las revistas masculinas modernas quizá han perdido la creatividad de antaño.

Uno de los mejores fotógrafos que he conocido me dijo alguna vez que las sesiones actuales se habían convertido en una pequeña fiesta para homenajear a las modelos, quienes por unas horas podrán soñar que han llegado a la cima del éxito, aun cuando su imagen efímera ilustre un comercial de leche o pasta de dientes.

miércoles, junio 18, 2008

TIEMPOS DE GRAN AVENTURA: Conan el Cimmerio


Acabo de leer el primer tomo de CONAN EL CIMMERIO, la edición que sacó a la venta no hace mucho la editorial TimunMas sobre las aventuras del personaje creado por Robert E. Howard que actualmente se ha convertido en una de las franquicias más redituables.

Un experto en la materia, Javier Martín Lalanda, autor de LA CANCION DE LAS ESPADAS, un excelente libro sobre los trabajos de Howard, crucificó esta edición señalando toda una gama de garrafales errores de traducción en ella (por ejemplo, en un cuento señalan al dios Mitra como una “diosa”), y tiene razón, pero aún así, mi comentario no va por el camino de despedazarlo más. En lo particular, disfrute su lectura.

Ya había leído antes las ediciones que Brugera publicó en los setentas, pero lo malo de la edición es que los relatos de Howard venían revueltos con otras historias del mismo personaje, pero escritas por otros autores como L. Sprage de Camp y Lin Carter. Por supuesto, tampoco tienen desperdicio, pero esta edición de TimunMas guarda interesantes sorpresas.

Haciendo una comparación, si este libro fuera un DVD, vendría acompañado de interesantes extras:

  • En primer lugar, el objetivo de la edición es reunir todos los relatos de Howard sobre su personaje Conan en una antología que respetara su orden de aparición en las revistas de su tiempo. Los cuentos, como señala Patrice Lounite (coeditor de la obra con Rusty Burke), ofrecen de esta manera un interesante punto de vista sobre el personaje, ya que no nos es mostrado en una consecución de su “biografía”, sino bajo el prisma de un personaje que relata “a como se va acordando” de los sucesos que marcaron su vida.
  • Todos los libros que componen esta serie incluyen laminas e ilustraciones realizadas ex profeso por tres diferentes artistas, en este caso son Marc Shultz (Tomo 1 y 2), Gary Gianni (3 y 4), y Gregory Manchess (5 y 6), y vaya que se esmeran en su trabajo ofreciéndonos un verdadero ejemplo de lo que es ilustrar para un libro. Sus imágenes son un excelente soporte visual para podernos compenetrar en las ambientaciones e historias. Las portadas de las ediciones en rústica son verdaderamente soberbias.
  • Cada tomo viene acompañado además por material extra escrito por el autor como artículos, sinopsis de obras no acabadas o no escritas, mapas hechos a mano, versiones diferentes (como ocurre con “El Fénix en la Espada” en este primer tomo) y montón de cosas más.
  • La presente edición cuenta con dos formatos: una edición en tapa blanda, accesible para la mayor parte de los mortales y otra en tapa dura, de superlujo, que reúne, de dos en dos, todos los libros de la serie.

Y es que en Estados Unidos, estos libros aparecieron originalmente como solo tres tomos (que en España fueron divididos en seis, con criterios que van desde el diseño al puramente comercial). En Estados Unidos son: The Coming of Conan the Cimmerian (Tomo 1 y 2), The Bloody Crown of Conan (3 y 4), y The Conquering Sword of Conan (5 y 6).

Creo que voy a continuar con la lectura de todos los demás tomos y mientras vaya avanzando, iré escribiendo mis impresiones en este blog, para quien se sienta interesado. Por ahora basta enmarcando de que se trata la obra para animarlos a que la consigan, aunque claro, no creo que Javier Martín Lalanda (quien también fue el editor de la preciosa colección Ultima Thule de Anaya, enfocada en mostrar lo mejor de las historias Pulp y estilo pulp, por llamarle de alguna manera) apoyara mucho la moción.

Y ahora, para los fans del mundo de Conan, un SUPER REGALO de parte del mismo Javier Martín Lalanda: Su libro, LA CANCION DE LAS ESPADAS, totalmente ¡¡¡GRATIS!!!. Así es, el autor regala su obra que es, no importante, ni necesaria, para entender la obra de Howard sino IMPRECINDIBLE. Puedes obtenerla en este blog en dos formatos: en .lit para leerse con Microsoft Reader (programa que les recomiendo encarecidamente, bájenlo, es gratis también) y en Word.

Bájalo completo del BOX que tenemos en este blog y prepárate a sumergirte de lleno en las Épocas de Gran Aventura --------->

martes, junio 17, 2008

LOS PADRINOS DE TOKIO

Aquí esta la reseña de www.lacasadeaisling.blogspot.com sobre la película LOS PADRINOS DE TOKIO de Satoshi Kon, y como estoy de acuerdo, pues me evito la fatiga de tener que comentarla yo. ¡Qué bien!

Tokyo Godfathers (2003)

Director: Satoshi Kon

Intérpretes: Voces de Toru Emori, Yoshiaki Umegaki, Aya Okamoto.

Lo bueno: La animación, el guión, la historia, las interpretaciones, la estructura.

Lo mejor: Es una película perfecta.

Lo malo: Pasarla por alto.


Calificación: *****

Pregúntenle a cualquier fan de la animación japonesa que haya navegado un poquito fuera de lo estrictamente comercial, y de seguro les dirá lo mismo: que Satoshi Kon es un genio, que sus ideas son extraordinariamente originales, que las imágenes de sus producciones son bellísimas y muy, muy simbólicas... Por diversas experiencias de la vida, he aprendido a desconfiar de cualquiera a quien se le aplique el calificativo de genial; y es porque, una de dos: o es un fraude, o va muy, muy en serio; y el genio puro, perdonarán la comparación, es como una droga sin refinar y puede ser horriblemente tóxico. El genio de Kon, sin embargo, está mezclado con los ingredientes más finos que uno puede destilarle al espíritu humano: la bondad, la compasión, la empatía. El resultado es que sus obras son como un ungüento delicado hecho a base de materiales peligrosos que uno puede aplicar por igual en la marca de una bofetada o en un corazón roto. Y en todos los casos, con alivio seguro.

Me llamó la atención que en el canal Animax están repitiendo desde hace un par de semanas mi cinta favorita de Kon, que, da la casualidad, es también una de mis películas favoritas de todos los tiempos: Los padrinos de Tokio. No sólo eso, sino que además la están dando doblada al español (se las arreglaron bien con la adaptación, puesto que en la película original hay partes que están en esta lengua); el doblaje es mexicano y bastante bueno, a diferencia de la baja calidad que nuestro país ha padecido en esta disciplina durante los últimos años.

Este doblaje es la novedad; no la película en sí, que en México ya ha estado disponible a la venta bajo el no muy adecuado título Héroes al rescate, junto con otras del director, como Paprika y Perfect Blue, desde hace algunos años.

Doblada o no, Tokyo Godfathers es una de las poquísimas cintas que no sólo me atrevería a recomendarle a todo el mundo, sino que insistiría, además, que se viera a toda costa. Si fuera posible, en la época de Navidad. Aún falta mucho para ello, pero en fin... veamos un poco de la trama.

La noche del 24 de diciembre, tres indigentes encuentran una bebita abandonada en un basurero de Tokio. Aunque el hecho no puede sino traer más dificultades a su ya problemática existencia, deciden quedarse con la niña y buscar a los padres por su cuenta. Lo que no se imaginan es que ese hallazgo va a desatar una serie de aparentes casualidades que, entre Nochebuena y Año Nuevo, provocarán cambios radicales en su vida.

Estos tres indigentes (Hana, una ex drag-queen que siempre ha soñado con tener un hijo propio; Gin, antaño un hombre rico que perdió fortuna y familia por deudas de juego; y Miyuki, una adolescente que ha huído de casa) tienen sendas historias que contar de antes que se quedaran en la calle; para volver a quienes son realmente tendrán mucho que perdonar (y perdonarse). Pero a veces, para cruzar un camino de penurias, lo único que se necesita es un buen salto de bondad.

Lo más fenomenal de Tokyo Godfathers, además de su animación bien lograda, su excelente música y grandes actuaciones, es su guión, tan redondo, pulido y translúcido como una esfera de cuarzo (los diamantes cortados tienen ángulos y bordes; a esto no se le puede hallar uno solo). Cada detalle de la película cuenta; cada palabra que se dice o cada movimiento que puede apreciarse traza un camino sin tropiezos hasta el final, que de todas formas no deja de sorprender. Lo mejor de todo: la cinta deja un sabor de boca cálido y agradable, y una tibieza en las tripas que cada vez se va haciendo más rara de hallar en el cine contemporáneo.

Si cuentan con el canal Animax, pónganse atentos a las repeticiones. Si no, dénse un plazo de aquí a diciembre para irla localizando en algún videoclub cercano (en México se le dio el titulo de: HÉROES AL RESCATE).

Recomendaciones: Ok, esta película no es para niños pequeños, pero cualquier mayor de 12 años la puede disfrutar. Resulta especialmente buena para cuando uno trae el ánimo por el piso.

Abstenerse: ¿La verdad? Si están muertos. Nada más.

domingo, junio 08, 2008

CALMA CHICHA: TSUGUMI de Banana Yoshimoto

Acabo de terminar la última novela (traducida al español, claro) de la autora japonesa Banana Yoshimoto. Los asiduos a este blog, que no deben ser muchos, ya conocerán mi gusto por su obra.

Tsugumi, editada recientemente bajo el sello de Tusquets, es una novela corta – se lee en una sentada – que como acostumbra la autora, se encuentra impregnada de luz de atardecer, brisa tranquila y recuerdos rebosantes de melancolía. Al contrario de sus otros libros, este no contiene el elemento sobrenatural al cual estamos muy acostumbrados sus lectores, esta es una simple y sencilla historia sobre el regreso a un lugar muy querido y a los recuerdos de los momentos felices que se vivieron ahí.

La novela no me desagrado, pero esta vez, al igual que ocurrió con Amrita, otra de las obras de esta misma autora, la encontré un poco sobrecargada de “melancolismo” y atardeceres frente al mar. En cierta manera entiendo lo que nos quiere transmitir la señora Yoshimoto porque atesoramos experiencias similares. Durante bastante tiempo de mi infancia y parte de mi adolescencia viví en uno de esos lugares, tranquilos y alejados donde el tiempo parecía fluir lentamente y los problemas existir en otro planeta. A mucha gente puede parecerle extraño que varios de los muchachos que vivimos ahí cuidemos con tanto empeño esos recuerdos y que cada vez que podemos volvemos al lugar para ver si aún se encuentra algo de lo que dejamos, pero es el resultado lógico de lo que fue una infancia verdaderamente feliz. O bueno, de lo que sentimos que fue la felicidad, porque, por supuesto, estos recuerdos están solo formados de los buenos momentos. Nadie de nosotros recuerda las largas tardes de flojera donde en verdad no había NADA que hacer, ni los continuos despertares a las cinco de la mañana para ir al colegio, ni lo verdaderamente lejos que estábamos de la compañía de nuestros amigos de escuela. Recordamos la alberca, la cancha de tenis, el boliche, el club, el cine, la nieve en invierno y las fiestas de verano de la colonia minera donde vivimos, eso sí.

Esta novela quiere recuperar para la autora esa clase de momentos y ella compartirnos de las sensaciones que experimentaba en ese ambiente de eterna felicidad, pero a veces se encuentra peligrosamente al filo de empalagarnos.

María Shirikawa, la narradora de esta historia, tiene que marcharse a Tokio en cuya universidad va a estudiar. Deja atrás el hostal Yamamoto, un lugar idílico frente al mar en la península de Izu, donde ha crecido junto a su madre. Y también a la su prima y amiga de su infancia, Tsugumi, la bellísima hija del matrimonio que regenta el hostal. Aunque los caracteres de María y Tsugumi son muy diferentes, María sabe que detrás de la aparente afabilidad de su prima con los extraños existe una personalidad caprichosa y manipuladora con quienes la rodean; tal vez resultado de la dolorosa enfermedad crónica que la acompaña desde pequeña y que constantemente la tumba en cama o la lleva al hospital. La amistad entre ambas ha surcado ya muchas pruebas y Tsugumi invita a su amiga a pasar un último verano frente al mar, pues el hostal pronto cerrará. Y es en esa ocasión cuando Tsugumi conocerá el amor y María aprenderá el verdadero significado del hogar y la familia.

Suena asquerosamente cursi, pero Yoshimoto tiene la genial habilidad de no caer en ello. Su prosa, sencilla, clara y equilibrada (salvo en lo que ya mencione y muy a mi punto de vista, claro) se nota resultado de una minuciosidad y un cuidado extremo en sus trabajos. Y no sé cómo lo tomen algunos pero me gustaría mencionar algo. Esta novela en especial tiene un cierto sabor a Manga Shoyo (historieta japonesa enfocada al público femenino) que ya le he visto también en otros relatos. Por supuesto que esto no demerita en nada a la novela y tal vez atraiga a nuevas generaciones de lectores que no se atreven a saltar de la lectura de comics a la lectura de libros.

La novela data de 1989 y fue llevada al cine en 1990, dirigida por Jun Ichikawa

Para finalizar, he de mencionar un paralelismo con otra novela japonesa que acabo de leer y de comentar en este mismo blog: LA HISTORIA DEL PAJARO QUE DA CUERDA AL MUNDO de Murakami. En ambas aparece un pozo, y en las dos, los protagonistas viven la experiencia de encontrar una parte de sí mismos. Debe tener su simbolismo pero aún no veo claramente cual. Pienso que tal vez tiene que ver con el hecho de que estando en el fondo del pozo, lo único que se puede mirar es la luz del sol y las estrellas…

TSUGUMI
Banana Yoshimoto
Ed. Tusquets, colección andanzas.
NARRATIVA (F). Novela
México (01/05/2008)
ISBN: 978-970-699-206-2
192 pág.
150 Pesos mexicanos

Tsugumi era una muchacha desagradable, de eso no cabe duda.

Yo dejé aquel apacible pueblecito costero que vive de la pesca y el turismo y me vine a Tokio a estudiar en la universidad. Aquí no hay día en que no lo pase bien.

Me llamo Maria Shirakawa. Como la Virgen.

No es que me considere una santa, ni nada parecido. Aunque, vete a saber por qué, todas las personas con las que he trabado amistad desde que llegué aquí dicen que soy «generosa» o «serena».

La verdad es que soy una chica de carne y hueso, más bien con poca paciencia. Aun así, en Tokio suelo tener una sensación extraña. Aquí la gente se enfada enseguida, y por cualquier nimiedad: porque empieza a llover, porque se suspende una clase, o porque un perro mea donde no debe. Yo soy una pizca diferente. Si alguna vez me enfado, mi rabia tarda poco en disiparse, como si viniera una ola y la hiciera desaparecer en la arena... Hasta ahora, daba por sentado que yo era así por haber crecido en un pueblo, pero el otro día, al volver a casa, furiosa después de que un profesor arrogante se negara a aceptarme un trabajo por un minuto de retraso, miré hacia la puesta de sol y comprendí que el motivo era otro.

«Es por culpa de Tsugumi... O, más bien, gracias a ella.»

Todo el mundo se enfada por lo menos una vez al día. Pero caí en la cuenta de que yo, siempre que me enfadaba, me repetía desde el fondo del corazón una frase, a modo de mantra: «Comparado con Tsugumi, esto no es nada». Era como si, en los años en que había convivido con ella, hubiera llegado a la conclusión de que enfadarse no servía de nada. Y al contemplar el cielo del atardecer, teñido de naranja, comprendí otra cosa que me dio ganas de llorar.

No sé por qué, pero pensé que el amor nunca se acabaría, que el amor, por mucho que cogieras o aunque dejases el grifo abierto, siempre seguiría manando, como el sistema de abastecimiento de agua de Japón.

Esta historia narra los recuerdos del último verano que pasé en el pueblecito costero donde crecí. Las personas del hostal Yamamoto que aparecen en ella habitan ahora en otro lugar, y creo que nunca volveré a tener ocasión de vivir con ellas. Así pues, el único sitio al que mi corazón puede volver es a los días que pasé con Tsugumi.

Desde el día en que nació, Tsugumi fue una niña de salud muy delicada, y sufría muchas recaídas. Dado que los médicos le dieron pocos años de vida, la familia se preparó para lo peor. Ni qué decir tiene que su entorno la malcrió, y su madre recorrió con ella todos los hospitales de Japón, no escatimó esfuerzos por alargarle la vida, siquiera un poco. De modo que, cuando empezó a andar, ya tenía un carácter muy rebelde, y el hecho de que fuera lo bastante fuerte como para llevar una vida más o menos normal no hizo más que agravarlo. Tsugumi era mala, deslenguada, egoísta, consentida y retorcida. Cuando, instantes después de soltar una de sus inconveniencias en el momento más inoportuno, adoptaba aquel aire triunfal, era la viva imagen del diablo.

Mi madre y yo habitábamos en la casa del jardín del hostal Yamamoto, que es donde vivía Tsugumi.

Mi padre, que residía en Tokio, estaba haciendo los trámites para divorciarse de su mujer, con la que ya hacía tiempo que no vivía, y casarse con mi madre. Él iba y venía de Tokio con mucha frecuencia y, aunque la situación podría parecer pesada, se lo tomaba bastante bien, esperando el día en que pudiéramos vivir los tres juntos en Tokio como una familia normal. De modo que, a pesar de las aparentes complicaciones, crecí siendo la única hija de una pareja que se amaba.

La tía Masako, la hermana pequeña de mi madre, estaba casada con un hijo de la familia Yamamoto, y mi madre se ganaba la vida ayudando en la cocina del hostal. La familia Yamamoto la formaban el tío Tadashi, quien llevaba el negocio, la tía Masako y sus dos hijas, Yoko, la mayor, y Tsugumi, la pequeña.

Creo que las tres personas que más sufríamos las consecuencias del peculiar carácter de Tsugumi éramos, en este orden, la tía Masako, Yoko y yo. El tío Tadashi se mantenía a una distancia prudencial de ella. Aun así, incluir mi nombre en la lista se me antoja algo presuntuoso, porque, al criar a Tsugumi, la tía Masako y Yoko se volvieron tan dulces y tan pacientes que parecían dos ángeles.

En cuanto a la edad, Yoko tenía un año más que yo, y yo uno más que Tsugumi. Pero nunca tuve la sensación de que Tsugumi fuera menor que yo. Más bien, parecía que nunca creciera, y que, en vez hacerse mayor, sólo se hiciera más mala.

Cuando caía enferma y tenía que guardar cama, su mal genio se volvía especialmente insoportable. A fin de que pudiera descansar bien, tenía para a ella sola una bonita habitación doble en la cuarta planta del hostal. De hecho, era la habitación con mejores vistas del edificio, y por la ventana se podía contemplar el mar, precioso, con la superficie brillante los días de sol, brumosa y rizada los días de lluvia y, de noche, iluminada por las luces de los numerosos barcos que salían a pescar calamares.

Como yo disfruto de buena salud, no consigo imaginar la angustia que debe de provocar el hecho de vivir todos los días sabiendo que la muerte puede llegar en cualquier momento. Pero sí sé que, si hubiera dormido algún tiempo en esa habitación, habría querido que aquel paisaje y aquel olor a mar pasaran a ser elementos centrales de mi vida. Sin embargo, era evidente que Tsugumi no pensaba lo mismo: nunca abría las cortinas ni los postigos, echaba por el suelo la comida que le llevaban y esparcía sobre el tatami los libros de las estanterías. Así que tenía la habitación en un estado que recordaba a El exorcista, cosa que escandalizaba incluso a su familia, siempre tan comprensiva. Durante una temporada se interesó por la magia negra y empezó a criar en su cuarto babosas, ranas y cangrejos (que eran fáciles de conseguir) para utilizarlos en sus rituales, pero cuando los repartió por las habitaciones del hostal y los clientes se quejaron, la tía Masako, Yoko e incluso el tío Tadashi cargaron con las consecuencias, y corrió más de una lágrima.

Pero, incluso en momentos como ésos, Tsugumi, con una sonrisa en los labios, les soltaba:

–Venga, ¡dejaos de lloriqueos! Seguro que si la palmo esta noche, os sentiréis fatal.

Es curioso, pero al sonreír se parecía al buda Miroku.

Sí, Tsugumi era muy guapa.

Tenía el pelo largo y negro, una fina piel clara y los ojos muy, muy grandes, con unas pestañas espesas y largas que proyectaban sobre sus mejillas una sombra pálida cuando entornaba los párpados. Los brazos y las piernas, largos y delgados, dejaban ver las venas bajo la piel, y el cuerpo era menudo, como el de una muñeca creada por un dios.

Desde que empezó la escuela secundaria, Tsugumi se aficionó a engatusar a los chicos de su clase para que fueran con ella a pasear por la playa. La verdad es que cambiaba tan a menudo de acompañante que parecía imposible que no atrajera sobre ella comentarios maledicentes en un pueblo tan pequeño, pero todo el mundo estaba convencido de que aquello se debía a que los chicos no podían resistirse a su dulzura y su belleza. Y es que, fuera de casa, era otra persona. Por fortuna, dejaba en paz a los clientes del hostal, ya que de habérselo propuesto lo habría convertido en una casa de citas.

Al atardecer, Tsugumi y el chico de turno recorrían el alto muro de la escollera y contemplaban cómo iba cayendo la oscuridad sobre la bahía. Los pájaros volaban bajo y las plácidas olas llegaban centelleando a la arena. La playa, por la que sólo correteaba algún que otro perro, se extendía blanca y vasta como un desierto; mar adentro, el viento mecía algunas barcas. El contorno de las islas se empañaba en el horizonte, mientras las nubes teñidas de rojo y deshilachadas se hundían en el agua.

Tsugumi caminaba muy despacio.

El chico, preocupado, le tendía la mano. Ella la cogía con la suya, muy delgada, con la vista fija en el suelo; luego alzaba el rostro y le dedicaba una leve sonrisa. Tenía las mejillas encendidas por el sol poniente y su sonrisa era frágil y fugaz como la luz del cambiante cielo del crepúsculo. Sus dientes blancos, su cuello delgado, sus grandes ojos clavados en el chico..., todo se fundía con la arena, la brisa y el murmullo de las olas y parecía a punto de desvanecerse. Y lo cierto es que Tsugumi podría haber dejado de existir en cualquier momento.

Su falda blanca revoloteaba al viento.

A pesar de que me exasperaba esa capacidad de Tsugumi para transformarse de aquel modo, cada vez que presenciaba una de esas escenas me asomaban las lágrimas. Sabía muy bien cómo era Tsugumi en realidad, pero esos paseos por la playa desprendían una tristeza que me atravesaba el corazón y se me quedaba clavada dentro.

Tsugumi y yo nos hicimos amigas de verdad a consecuencia de un incidente. Claro está, nos conocíamos desde pequeñas. Si una era capaz de soportar su perversidad y sus groserías, jugar con ella resultaba muy divertido. En su imaginación, nuestro pueblecito de pescadores era un mundo ilimitado y cada grano de arena un misterio por resolver. Era inteligente y aplicada, de ahí que, a pesar de que faltaba bastante a clase, sacara muy buenas notas; además, como siempre andaba leyendo todo tipo de libros, sabía muchas cosas. De hecho, si no hubiera sido tan lista, no habría podido maquinar todas aquellas travesuras.

Durante los primeros cursos de primaria, las dos solíamos jugar a lo que llamábamos «el buzón encantado». Nuestra escuela estaba al pie de una montaña, y en el jardín de atrás había una vieja caja de madera con una estación meteorológica que ya no se usaba. Decidimos que esa caja estaba conectada de alguna manera con el mundo de los espíritus y que en ella se depositaba la correspondencia del más allá. De día dejábamos allí fotografías o artículos de revista que habíamos recortado y que nos habían parecido especialmente aterradores y volvíamos de noche para sacarlos. A plena luz del día, el jardín no tenía nada de especial, pero entrar de noche, a escondidas, daba verdadero miedo y durante una temporada lo hicimos a diario. Con el tiempo, no obstante, «el buzón encantado» se convirtió en uno más de nuestros juegos y terminamos por olvidarlo. Al empezar secundaria me apunté a baloncesto y los entrenamientos me ocupaban tanto que apenas tenía tiempo de jugar con Tsugumi. Llegaba rendida a casa y siempre tenía deberes, de modo que Tsugumi pasó a ser sólo la prima que vivía al lado. Entonces ocurrió el incidente en cuestión. Si mal no recuerdo, fue durante las vacaciones de primavera del año en que hacía segundo.

Aquella noche lloviznaba y podía olerse ese aroma salobre que deja la lluvia en los pueblos de mar. Yo estaba en mi cuarto, desconsolada. Acababa de morir mi abuelo. Como había vivido en su casa hasta los cinco años, era la niña de sus ojos. Cuando mi madre y yo nos mudamos al hostal Yamamoto, seguimos viendo a mis abuelos con frecuencia y también nos escribíamos. Aquel día falté al entrenamiento y me había quedado en casa, incapaz de hacer otra cosa que sentarme en el suelo, apoyada en la cama, y llorar hasta hinchárseme los ojos. Mi madre se acercó a la puerta de la habitación para avisarme de que Tsugumi me llamaba por teléfono, pero le pedí que le dijera que no estaba. No me sentía con fuerzas para atender su llamada. Mi madre, que sabía muy bien cómo era Tsugumi, lo comprendió y se fue. Volví a sentarme en el suelo y me quedé adormilada hojeando una revista. Al rato oí acercarse unas zapatillas por el pasillo. Justo cuando levantaba la cabeza, la puerta corredera se deslizó ligeramente y apareció Tsugumi, jadeando y calada hasta los huesos.

De la capucha del impermeable le corrían, una tras otra, unas gotas transparentes que iban cayendo sobre el tatami.

–Maria –me dijo con un hilo de voz y los ojos muy abiertos.

–¿Qué quieres?

Vi, aún medio dormida, su expresión angustiada.

–¡Despierta! –insistió–. ¡Mira esto! ¡No te lo vas a creer!

Con sumo cuidado, sacó un papel del bolsillo del impermeable y me lo alargó. Yo lo cogí con una mano, distraídamente, convencida de que exageraba, pero al examinarlo me sentí como si alguien me hubiera empujado bajo la potente luz de un foco.

No cabía duda: aquellos trazos firmes en semicursiva eran del abuelo, y la carta empezaba como todas las que me había escrito.

«Maria, tesoro:

»Adiós.

»Cuida de la abuela, de tu padre y de tu madre. Espero que de mayor seas una mujer admirable, digna del nombre que llevas.

»Ryuzo»

Me quedé atónita y sentí una punzada en el pecho al recordar a mi abuelo sentado bien recto ante su escritorio.

–¿De dónde la has sacado? –quise saber, ansiosa.

–No te lo creerás. ¡Del buzón encantado!

–¿Qué dices? –De repente me vino a la memoria la caja olvidada.

Tsugumi habló entonces en un susurro:

–Como tengo la muerte más cerca que cualquiera de vosotros, percibo estas cosas. He soñado con el abuelo. He abierto los ojos, pero seguía allí, como si quisiera decirme algo. Cuando era pequeña, me compraba muchas cosas, y yo le estoy muy agradecida. Tú también salías en el sueño y el abuelo quería hablar contigo, ya sabes que ti te quería mucho. Entonces, de pronto, se me ha ocurrido ir a mirar en el buzón, y ya lo ves... ¿Alguna vez le hablaste de nuestro juego?

–No –negué con la cabeza–. Creo que no.

–¡Pues qué miedo! –soltó. Y añadió, en un tono algo más solemne–: Ahora sí que es un buzón encantado.

Juntó las manos sobre el pecho y cerró los ojos, sin duda recordando su carrera hasta el buzón bajo la lluvia. Fuera aún lloviznaba. En aquel momento sentí que me apartaba de la realidad y entraba en la noche de Tsugumi. Me envolvió una calma agradable e incierta, y todo lo que había sucedido hasta entonces, la vida, la muerte, giró en una espiral de misterio y se dirigió hacia los dominios de otro mundo.

–¿Qué hacemos, Maria? –me preguntó en un susurro, como si hablar le costara gran esfuerzo, y clavándome la mirada. Estaba muy pálida.

–Pues de momento... –comencé, llena de resolución, y me di cuenta de que ella estaba abatida, como demasiado débil para asimilar la magnitud de lo ocurrido–, de momento no le diremos nada a nadie. Será mejor que vuelvas a casa, te metas en la cama y te quedes allí bien arropada. Estás empapada y, si no te cuidas, mañana tendrás fiebre. Cámbiate ahora mismo la ropa; ya hablaremos de esto mañana o pasado mañana.

–De acuerdo –dijo al levantarse–. Me voy.

–Gracias, Tsugumi –le dije cuando ella ya salía de la habitación.

–De nada –contestó sin darse la vuelta y se fue, dejando la puerta abierta.

Yo me quedé sentada en el suelo, leyendo la carta una y otra vez. Mis lágrimas resbalaban sobre la alfombra y me invadió la dulce emoción de las mañanas de Navidad, cuando el abuelo me despertaba para decirme que Papá Noel me había dejado un regalo y yo me encontraba un paquete junto a la almohada. Cuanto más releía la carta, más lloraba. Me desplomé sobre ella y me abandoné al llanto.

Quizás fui un poco pánfila.

Y eso que, conociendo a Tsugumi, al principio aquello me había olido a chamusquina.

Pero aquellos trazos. Aquellos caracteres. Aquel encabezamiento que el abuelo sólo empleaba conmigo: «Maria, tesoro». Tsugumi empapada, su mirada insistente, su tono de voz. Y el hecho de que pareciera referirse en serio a aquello que siempre decía con sorna: «Como tengo la muerte más cerca que cualquiera de vosotros...». La verdad es que me dio gato por liebre.

Descubrí su jugarreta al día siguiente.

Fui a verla al mediodía, para hablar con más calma sobre la carta, pero no estaba. Subí a esperarla a su cuarto y, al rato, entró Yoko con una taza de té.

–Tsugumi está en el hospital –me dijo apenada.

Yoko era bajita y rechoncha y siempre hablaba con suavidad, como si cantara. Aunque Tsugumi le jugaba muy malas pasadas, nunca se molestaba; como mucho, se quedaba un poco triste. Cuando estaba con ella, me sentía muy pequeña. Tsugumi solía decir que aquella inútil no podía ser su hermana, pero yo le tenía mucho cariño y la respetaba. A pesar de que era imposible convivir con Tsugumi sin estar de ella hasta la coronilla, Yoko siempre tenía una sonrisa en los labios. Era un ángel.

–¿Ha empeorado? –pregunté angustiada. Me preocupaba la salida bajo la lluvia; no podía haberle hecho ningún bien.

–Bueno... Es que últimamente estaba obcecada con la caligrafía, y ayer tenía algo de...

–¡¿Qué?! –exclamé.

Mientras Yoko me miraba sorprendida, me volví hacia la estantería que había sobre el escritorio y allí estaba el dichoso libro: Cuaderno de caligrafía semicursiva.

También había un montón de hojas de papel, algunos frascos de tinta, una piedra, varios pinceles finos y, para colmo, una carta del abuelo que a todas luces había robado de mi habitación.

Más que enfadarme, me quedé atónita.

¿Por qué demonios tenía que hacer algo así? No podía creer que alguien que apenas cogía el pincel hubiera puesto todo ese empeño en escribir una carta con tan buena letra. ¿De dónde había sacado las fuerzas? ¿De qué le había servido?

El sol de primavera inundaba la habitación. Me volví hacia la ventana, todavía confusa, y me quedé ensimismada contemplando el mar resplandeciente. En el instante en que Yoko abría la boca para preguntarme qué me pasaba, llegó Tsugumi.

Entró tambaleándose en la habitación, apoyada en la tía Masako y con el rostro encendido de fiebre, pero al ver mi expresión, me dijo sonriendo:

–¿Qué? ¿Ya me has pillado?

Roja de rabia y de vergüenza, me levanté y le di un fuerte empujón.

–¡Ma... Maria! –se sorprendió Yoko.

Tsugumi se estampó contra la puerta corredera, la hizo caer y dio con sus huesos en la pared.

–Maria, Tsugumi no se... –intentó decir la tía Masako, pero, cabeceando y con los ojos llenos de lágrimas, la interrumpí.

–¡Callad! –grité, y miré desafiante a Tsugumi.

Incluso ella se quedó sin palabras al verme tan furiosa. Era la primera vez que alguien la empujaba así.

–Si vas a pasarte la vida maquinando estas porquerías –dije lanzando el Cuaderno de caligrafía semicursiva contra el tatami–, por mí te puedes morir ahora mismo. Ya te apañarás.

En ese momento, Tsugumi debió de entender que, si no reaccionaba, yo nunca querría saber nada más de ella, y estaba en lo cierto. Desde la misma posición en la que había caído, me sostuvo una mirada clara. Y entonces pronunció en un murmullo algo que no había dicho jamás en la vida, por muy gorda que la hubiera armado y por mucho que se le hubiese insistido:

–Lo siento, Maria.

La tía Masako y Yoko se quedaron de piedra, y yo aún más. Las tres guardamos silencio, conteniendo la respiración. Era asombroso: Tsugumi se había disculpado... Nos quedamos petrificadas, bañadas por los rayos de sol que entraban por la ventana. Sólo se oía el lejano rumor del viento, que soplaba entre las calles del pueblo.

De repente, Tsugumi, que ya no podía aguantarse la risa, dejó escapar un bufido.

–¿Cómo puedes ser tan crédula, Maria? –añadió retorciéndose por el suelo–. Piensa un poco, anda. ¿Cómo te iba a escribir una carta un muerto? ¡Mira que eres boba!

Y estalló en carcajadas.

Entonces yo también rompí a reír.

–Me rindo –le dije, ruborizándome.

Al cabo, y sin dejar de reírnos como dos tontas, les contamos a la tía Masako y a Yoko, que nos miraban intrigadas, lo que había ocurrido la noche anterior.

Para bien o para mal, Tsugumi y yo nos hicimos amigas de verdad a raíz de este incidente.