PÁGINAS PERDIDAS
Paul Di Filippo
El siguiente documento es la Introducción de Paul Di Filipo para su libro PÁGINAS PERDIDAS que transcribimos aquí con permiso de Grupo AJEC, los editores de la versión española.
Reimpreso con el permiso de The Journal of Popular Culture,
Vol. XXXI, nº 9, septiembre de 1998.
¿Qué mató a la ciencia ficción?
por el Dr. Josiah Carberry, Profesor de Inglés,
Brown University de San Diego
RESUMEN: El recientemente desaparecido género editorial y cinematográfico una vez conocido como «ciencia ficción» vio la luz en 1926 y alcanzó su punto álgido en el año 1966, tras lo cual una serie de catástrofes imprevisibles, tanto literarias como extraliterarias, dieron lugar a su abrupto declive y a su desaparición virtual.
ES DIFÍCIL CREER HOY EN DÍA QUE, en nuestro panorama mediático actual, desprovisto de trabajos de especulación fantástica, hubo un tiempo en el que el mundo de la literatura y el cine prometía estar dominado por la ahora olvidada rama de entretenimiento llamada «ciencia ficción». Algunos de los pocos aficionados supervivientes recordarán con cariño sus obras favoritas de «CF», como se le llamaba familiarmente, atesorando sus desgastadas primeras ediciones, descamadas revistas pulp y deterioradas copias cinematográficas. Sin embargo, un estudio reciente revela que, lejos de reconocer los peculiares protocolos de lectura e hitos agotados del género, los nacidos a partir de 1966 desconocen en su mayoría el verdadero significado de la CF. Esta falta de enlace generacional representa, de hecho, uno de los principales obstáculos para lograr la resurrección del género.
En primer lugar, quizás sea pertinente proporcionara una breve visión global de los días gloriosos de la CF, antes de examinar los factores que provocaron su rápida e infame desaparición.
Cuando Hugh Gormsbeck, empresario inmigrante procedente, lanzó su revista Amazing Stories en abril de 1926, reunió en ésta un dispar cuerpo de historias y variedad de autores bajo la rúbrica scientifiction o «ficción científica», término sustituido posteriormente por el de «ciencia ficción». Con la codificación de las reglas y el campo de juego de la CF, por así decirlo, allanó el camino al crecimiento sostenido, a la popularidad y a la camaradería lector-escritor. Durante los siguientes cuarenta años, el género adquirió una complejidad y sofisticación creciente, dictando cotas de excelencia. Al pasar de las revistas al formato de tapa dura y a los libros en rústica (hacia 1950-1960), la CF comenzó a producir obras maestras genuinas y maduras, como Menos que humano (1953) de Theodore Sturgeon, La galaxia mi destino (1957) de Alfred Bester, y El Nova Mob (1961) de Henry Kuttner.
Simultáneamente, la CF comenzó a infiltrarse en otros medios. Radionovelas como La mujer sombra y La cuadrada Dimensión X entusiasmaron a millones de oyentes. Las tiras diarias de los periódicos, como Flashman Gordon, Buckminster Rogers y La llama negra, rivalizaban con los cómics mensuales (citemos Capitán Maravilloso, Kimball Kinnison, Los hombres de la lente galáctica y Superiorman) por la atención de lector medio, poco culto. Hollywood ofreció por su parte una gran variedad de entradas, desde los magníficos La vida futurista (1936) y Con destino a la órbita (1950) a aquellos de peor calidad: Me casé con un marciano (1949) y el mucho más anticipado pero decepcionante Un ojo en el cielo (1958).
La última mitad de los 50 fue una época especialmente apasionante para la CF, puesto que el lanzamiento del primer satélite artificial por parte de la China comunista dio lugar a un mayor interés por el género, reflejado en docenas de nuevas revistas, publicaciones de tapa dura y dramas televisivos (por ejemplo, The Twilight Zone de Orson Welles)
En los albores de los 60, la CF parecía preparada para explotar como un verdadero fenómeno de masas. Clásicos de culto como Vagabundo en tierra extraña (1961) de Robert Heinlein, Vril Revival (1963) de Thomas Pynchon y Gusanitos de Dune (1965) de Frank Herbert fueron abrazados incondicionalmente por lectores tanto adultos como jóvenes, moviéndose en los puestos más bajos de las listas de best-sellers. (Algunos entendidos predijeron el mismo destino para un triunvirato en desarrollo de novelas británicas de fantasía —habiendo sido este género un aliado durante largo tiempo con su más respetable pariente científica— llamado provisionalmente El señor de los anillos. Pero la muerte prematura de su autor J. R. R. Tolkien en 1955, tras la publicación de un único volumen, impidió dicha realización). Además, una nueva y vigorosa generación de escritores que utilizaba sofisticados enfoques literarios (cf. H. Ellison, S. Delany, R. Zelazny, B. Malzberg, U. Leguen) había comenzado a darse a conocer.
Todo parecía prometedor para la CF a mitad de la década. Pero, desconocido para todos, el funesto destino del género en todas sus manifestaciones estaba a la vuelta de la esquina.
Y a la némesis de la CF se le llamó Star Trek.
8 de septiembre de 1966, 20:30 h. Hasta ese instante, pocas veces fue posible señalar un punto de inflexión histórico con tanta exactitud. Pero retrospectivamente fue con seguridad ese momento el que marcó el principio del fin de la CF.
George Pal, partidario del cine de Hollywood conocido por su antes mencionado y respetable trabajo Con destino a la órbita, se había mudado al medio televisivo tras el tremendo fracaso de su último estreno teatral, la involuntariamente hilarante La naranja mecánica, en 1965. Imaginándose el viaje inventado de un crucero interestelar del siglo XXIII llamado La Ambición como un astuto recurso para aprovechar una parte de los decorados ya existentes, Pal pasó a ejercer un (poco) creativo control sobre cada elemento del nuevo espectáculo.
El primer y principal error de Pal fue el casting de los tripulantes de su nave. Nick Adams interpretaba al histriónico Capitán Tim Dirk como si de un James Dean de pacotilla se tratara. El oficial alienígena llamado Strock fue encarnado inexpresivamente por un Bela Lugosi debilitado por los narcóticos. El doctor “Bones” LeRoi fue ridículamente representado por Larry Storch. Al ingeniero “Spotty” (llamado así por sus pecas *1*) le tocó en suerte un anciano Mickey Rooney lejos de su cima. Y en cuanto al elemento femenino… una demacrada joven modelo llamada Twiggy (como Yeoman Sand) y una andrajosamente voluptuosa Jayne Mansfield (como la Teniente de Comunicaciones Impura) que contrastaban tan exageradamente como la ridícula tracción «neutrón-antineutrón» de la nave. Los papeles secundarios también fueron rellenados por pésimos actores.
El siguiente fallo grave de Pal fue su insistencia en escribir él mismo todos los guiones de la primera temporada, como medida de ahorro. Saqueando todos los clichés de la CF, así como abundantes estereotipos de de los Westerns, de las películas sobre la Segunda Guerra Mundial, y de otra docena de géneros, los guiones de Pal deben ser calificados en esta opinión crítica como algunos de los peores de todos los que aparecieron en televisión.
Aparte de estos dos reveses, los otros factores atenuantes que se opusieron al éxito de Star Trek (efectos especiales primitivos, villanos ridículos, vestuario más propio del país de Oz que del espacio exterior, un tema musical a la vez enloquecedor e imposible de sacar de la cabeza) eran tan sólo la guinda que coronó el pastel del desastre.
Casi todos los telespectadores de la época pueden recordar donde estaban en el momento en que se emitió ese infame primer episodio de Star Trek (una ultraconfusa mezcolanza de viaje en el tiempo titulada «¿Dónde fuimos desde entonces?»). Precipitándose en su emisión, al estar seguro de que su única competencia eran reposiciones, los primeros minutos del mortífero drama-bomba engancharon a millones de telespectadores. En cuanto los chismes se extendieron por todo el país y los espectadores se telefonearon los unos a los otros, la atracción surgió. Para cuando la serie llegó a la costa oeste, ésta había alcanzado los índices de audiencia más elevados de cualquiera de las series emitida hasta la fecha. Sin embargo, esto no era buena señal.
El día siguiente amaneció con una crítica de tono altamente mordaz. Los columnistas de los periódicos y editorialistas hicieron su agosto con el espectacular fracaso, así como los cómicos de cine y teatro. (Por ejemplo, Johnny Carson, dedicó su monólogo de entrada por completo al episodio del 9 de septiembre). A la semana siguiente, se consagró una edición especial de Teleguía a un estudio abrasivo sobre Star Trek y la CF televisada en general.
Imprudentemente, la NBC, impactada por el persistente prestigio de Pal, ya había firmado treinta y nueve episodios de la nueva serie. Y en vez de echarse atrás o solicitar ayuda, Pal decidió mantener el contrato en vigor y seguir adelante a locas, enfrentándose a la vergüenza.
Semana tras semana, el público fue transportado de la mamarrachada de un episodio a la de otro. Numerosas frases típicas de la serie («¡Ha… ha fallecido, Tim!»; «¡Maldición, soy un doctor del siglo XXIII, no un Científico Cristiano!»; «¡Sóbame, Spotty»; «Esto es altamente no axiomático») se convirtieron en el comentario irónico de las conversaciones cotidianas. Y entonces ocurrió lo inevitable.
La CF escrita comenzó a estar cortada por el mismo patrón.
El latente prejuicio contra «todo lo que huela a Buckminster Rogers», que siempre estuvo a flor de piel en la conciencia del público, resurgió. El ser visto leyendo un libro de CF en público se convirtió en algo equivalente a llevar un cartel de «patéame» pegado a la espalda. Todo el caché literario que la CF se había ganado laboriosamente se evaporó de la noche a la mañana.
Al caer en picado las ventas de libros y revistas de CF, los escritores y lectores de los tiempos prósperos comenzaron a desertar en tropel. Las bancarrotas, tanto individuales como colectivas, proliferaron. Las películas a medio producir fueron canceladas. El género fue atrapado en una espiral descendente donde el fracaso engendraba más fracaso.
Finalmente, en 1968, mucho después de la desaparición de Star Trek (provocada por una enérgica campaña de envío de cartas por correo organizada por auténticos aficionados a la CF), aún cuando el recuerdo de su fracaso estaba todavía fresco, sólo perduró un núcleo arraigado de lectores y escritores, un injusto remanente del que fuera una vez un legado de vital importancia.
Pocas dudas hay acerca de si la CF era capaz, literalmente, de recuperarse de una tragedia de tales dimensiones. El género siempre había sido presa de los altibajos y en el pasado siempre había salido mal parado. Hizo falta un conjunto de cataclismos excepcionales, extraliterarios y de gran magnitud para matar al fin al género por completo, siendo este hecho un testigo de su fuerza y de su atractivo inherente a la naturaleza humana.
En primera y más destacada posición llegó el desastre del Apolo 11 en 1969. Cuando el Módulo de Excursión Lunar no logró despegar de la superficie de la Luna, todo el mundo fue expuesto a una tragedia prolongada que empañó cualquier optimismo tecnológico que hubieran dejado intacto la Guerra del Vietnam y la creciente conciencia de la contaminación del medio ambiente por parte del género humano (cf. Los disturbios del Día de la Tierra, 1972-75). La perversión por parte de la ingeniería informática de que el FBI de la tercera administración Nixon mantuviera las bases de datos internas de contraespionaje del sistema “Big Nurse”, y la subsiguiente aprobación de leyes limitando la manufactura de ordenadores a máquinas de bajo rendimiento, redujeron el atractivo de un futuro dependiente de máquinas sofisticadas. El paso definitivo hacia la destrucción de la CF fue la fusión sin control de un reactor en la Isla de las Tres Millas en 1979. Con razón o sin ella, durante mucho tiempo la CF ha sido identificada con la energía nuclear por el público, y esta catástrofe contaminadora del litoral hizo a la CF sinónimo de masacre.
El último golpe de mala suerte fue en forma de película clandestina de dieciséis milímetros que tuvo la desgracia de ganar notoriedad poco después de lo de la isla. Procedente del panorama pornográfico de San Francisco, Encuentros cercanos de tipo Star Trek era una aventura clasificada X de los entonces desconocidos George Lucas y Steven Spielberg, protagonizada igualmente por desconocidos actores y actrices (Charlie Sheen, Rob Lowe, Hugh Grant, Louise Ciccone, Janet Jackson, Hilary Rodham, Syl Stallone, Arnie Schwarzeneger, y otros). En esta repugnante farsa, representantes de un decadente imperio interestelar hacían de la Tierra su lugar de alterne, encontrándose con la resistencia de rebeldes desnudas que resultaban ser más lujuriosas y censurables que los propios tiranos. Después de que el Tribunal Supremo acabara con Lucas y Spielberg, a ninguna persona en su sano juicio se le ocurriría acercarse a la CF en muchos años luz.
Casi dos décadas después de estas diversas debacles, la CF ha quedado reducida a una forma tan sólo practicada por un puñado de aficionados excéntricos, apareciendo en publicaciones samizdat mimeografiadas con un límite de circulación de unos cientos como máximo (al menos en Estados Unidos; la situación en el Reino Unido es una historia más complicada. Ver la publicación previa por el mismo autor: «El Imperio de los medios de comunicación de Moorcock y Ballard, Ltd.: ¿Murdoch puede hacerles competencia?»). Que una tradición literaria antaño gloriosa tenía que acabar de ese modo parecía inevitable, dado el cúmulo de circunstancias aquí aducidas. Aunque por un momento, podemos reflexionar —si bien podemos aventurarnos demasiado lejos al considerar el antiguo tropo herético de CF como «el mundo alternativo»— sobre cómo las cosas podían haber sido diferentes.