lunes, marzo 27, 2006

EL SUEÑO DE HIERRO: Adelanto de la Novela

¿Y si Adolf Hitler hubiera emigrado en 1919 a los Estados Unidos y se hubiera convertido en un famoso escritor de novelas de ciencia ficción? Así se inicia esta inquietante ucronía que no dejará indiferente a nadie


SINOPSIS:

Dejen que Adolf Hitler los transporte a la Tierra del futuro lejano, donde solamente FERIC JAGGAR y su poderosa arma, el Cetro de Acero, se alzan entre los restos de la auténtica humanidad y las hordas de mutantes descerebrados a quienes los perversos Dominantes controlan por completo.

Fans de todo el mundo admiten que El Señor de la Esvástica es la más vívida y popular de las obras de ciencia ficción de Adolf Hitler; en 1954 recibió justamente el premio Hugo a la mejor novela del género. Agotada durante mucho tiempo, ahora puede obtenerla por fin en esta nueva edición, con un comentario de Homer Whipple, de la Universidad de Nueva York. Compruebe personalmente por qué tantos lectores han acudido a las páginas de esta novela, como un rayo de esperanza en tiempos tan sombríos y terribles como los nuestros.

ANTICIPO:

1
Con un sonoro gemido de metal fatigado y un chorro siseante de vapor, el vehículo de Gormond se detuvo en el patio mugriento de la estación de Pormi, apenas tres horas tarde; un rendimiento muy respetable, de acuerdo con las normas borgravianas. Del vehículo de vapor descendieron atropelladamente un variado surtido de criaturas vagamente humanoides, que exhibían la acostumbrada diversidad borgraviana de colores dérmicos, partes del cuerpo y maneras de andar. En las prendas toscas y deshilachadas que les cubrían los cuerpos había restos de alimentos, como resultado del picnic casi continuo que estos mutantes habían celebrado durante el viaje de doce horas. Un olor agrio y rancio se desprendió de la turba de abigarrados especimenes mientras iban por el patio enlodado hacia el desnudo edificio de cemento que hacía las veces de terminal.
Por último, de la cabina del vehículo emergió una figura de sorprendente e inesperada nobleza: un verdadero humano, alto y vigoroso, en la flor de la virilidad. Cabello rubio, piel blanca, y los ojos azules y brillantes. La musculatura, la estructura ósea y el porte eran perfectos, y la ajustada túnica azul estaba limpia y en buenas condiciones.
Feric Jaggar parecía, en todos los detalles, el humano genotípicamente puro que, de hecho, era. Por este motivo, precisamente, había podido soportar el tan prolongado y estrecho encierro con la hez de Borgravia; los casi-hombres no podían dejar de advertir la pureza genética de Feric. La presencia de un verdadero hombre ponía en su lugar a los mutantes y los mestizos, y en general allí se quedaban.
Feric llevaba sus posesiones mundanas en una maleta de cuero, que transportaba con facilidad, de modo que pudo eludir la sórdida terminal y pasar directamente a la avenida Ulm, que atravesaba la sucia y pequeña localidad fronteriza y por el camino más corto posible desembocaba en el puente sobre el Ulm. Hoy al fin volvería la espalda a las conejeras borgravianas y reclamaría sus privilegios como humano helder genotípicamente puro, heredero de un linaje inmaculado que se remontaba a doce generaciones. Con el corazón colmado de imágenes concretas y espirituales de la meta que se había propuesto, Feric casi logró ignorar el sórdido espectáculo que se le introducía por ojos, oídos y nariz mientras recorría el bulevar terroso, rumbo al río. La avenida Ulm era poco más que una zanja de lodo entre dos filas de cabañas toscas, la mayoría construidas con madera tosca, ramas y chapas de acero oxidado. Aun así, esta calle tan poco atractiva era aparentemente el orgullo y la alegría de los habitantes de Pormi, ya que al frente de estos sucios edificios había toda suerte de letreros llamativos e ilustraciones chillonas anunciando las mercaderías que podían encontrarse en las tiendas: producción local, casi toda, o artefactos desechados por la civilización superior del otro lado del Ulm. Más aun, muchos tenderos habían levantado puestos en la calle, y allí exhibían frutas que parecían podridas, verduras sucias y carnes con manchas de moscas; anunciaban estas mercancías a gritos, en beneficio de las criaturas que pululaban por la calle, y que a su vez contribuían al estrépito con chillidos, bromas y burlas.
El hedor rancio, el vocerío áspero y la atmósfera por lo general repugnante recordó a Feric el barrio de la plaza mayor del mercado, en Gormond, la capital borgraviana, el lugar donde el destino lo había confinado durante tanto tiempo. En los primeros años habían evitado que frecuentara el ambiente del barrio nativo, y luego, ya joven, con mucho esfuerzo y no pocos gastos, se había mantenido aparte, eludiendo todo lo posible esos lugares.
Por supuesto, no había podido evitar ver los distintos tipos de mutantes que pululaban en todos los recovecos y rincones de Gormond, y el caudal genético de Pormi aparentemente no había degenerado menos que el de la capital borgraviana. La piel de la chusma que atestaba las calles de Gormond era una absurda combinación de mutaciones mestizadas. Los Pieles Azules, los Hombres Lagarto, los Arlequines y los Carasangres eran lo de menos; en todo caso, de esas criaturas podía decirse que se mantenían fíeles a su propia especie. Pero había toda clase de mezclas: las escamas de un Hombre Lagarto parecían teñidas de azul o púrpura en vez de verde; un Piel Azul podía tener motas de Arlequín; y en la cara averrugada de un Hombre Sapo alcanzaba a verse un leve matiz de rojo.
Las mutaciones más grotescas eran generalmente también las más apreciables, aunque sólo fuese porque dos catástrofes genéticas de ese tipo, la mayor parte de las veces originaban un feto inviable. Muchos de los tenderos de Pormi eran enanos de diferentes clases —jorobados, de hirsutos cabellos oscuros, cabeza de huevo, y mutaciones dermáticas secundarías— e incapaces de soportar trabajos fatigosos. En una localidad pequeña como ésta, los mutantes más extraños destacaban menos que en las llamadas metrópolis borgravianas. Aun así, mientras Feric se abría paso a codazos entre las turbas malolientes, vio a tres Cabezahuevo (los desnudos cráneos quitinosos tenían un brillo rojizo a la luz tibia del sol) y chocó contra un Caraloro. La criatura se volvió bruscamente, y durante un momento abrió y cerró indignada el gran pico óseo, hasta que advirtió ante quién se encontraba.
En seguida, por supuesto, el Caraloro bajó la mirada lacrimosa, dejó de mover los dientes obscenamente mutados, y murmuró con humildad:
—Perdóneme, Hombre Verdadero.
Por su parte, Feric no prestó atención a la criatura, y continuó avanzando a paso rápido por la calle, mirando decidido hacia adelante.
Pero pocos metros después, una impresión ya familiar cruzó flotando la mente de Feric y lo impulsó a detenerse. Una larga experiencia le había enseñado que este aura psíquica indicaba la presencia de un dominante en la zona. Efectivamente, cuando Feric examinó la hilera de chozas de la derecha, pudo comprobar la proximidad de un Dom, cuyo patrón de dominio a duras penas era algo más sutil de lo que jamás se hubiese encontrado.
Sobre la calle había cinco puestos alineados, presididos por tres enanos: un mestizo de piel azul, un Hombre Sapo de piel azul verrugosa, y un Hombre Lagarto. Las criaturas exhibían la expresión alicaída y la mirada apagada típicas de los mutantes capturados desde hacía mucho en un patrón de dominio. En los puestos había carne, frutas y verduras, todo en un lamentable estado de descomposición, aun de acuerdo con las normas borgravianas. Y sin embargo, hordas de mestizos y mutantes se apiñaban a su alrededor apiñándose ante los artículos pútridos a precios exorbitantes, sin la más mínima vacilación.
Sólo la presencia de un Dominante en la vecindad podía explicar esa conducta. Gormond estaba completamente infestada de monstruos que, por supuesto, preferían las ciudades grandes, donde abundaban las víctimas. Si se habían instalado en un villorrio sin importancia, la conclusión era obvia para Feric: Borgravia estaba dominada por Zind aun más de lo que él había imaginado.
Tuvo el impulso de detenerse, identificar al Dom, y retorcerle el pescuezo; pero lo pensó un momento y comprendió que la liberación de unos pocos mutantes deformes e inútiles, sometidos a un patrón de dominio, no alcanzaba a justificar que demorase un instante su largamente esperada salida del pozo negro de Borgravia. De modo que continuó su camino.
Al fin, la calle se estrechó y se convirtió en un sendero que atravesaba un repulsivo bosquecillo de pinos achaparrados, con agujas púrpuras y troncos retorcidos cubiertos de úlceras. Aunque no podía llamárselo un paisaje agradable, era pese a todo un alivio oportuno después del hedor ruidoso de la aldea. Poco más adelante, el sendero se desvió ligeramente hacia el norte, bordeando la orilla meridional del río Ulm.
Aquí, Feric se detuvo para mirar hacia el norte, más allá de las aguas extensas y serenas del río que señalaban la frontera entre la pestilente Borgravia y la Alta República de Heldon. Al otro lado del Ulm, los robles majestuosos, genéticamente puros de la Selva Esmeralda, se extendían en hileras hacia la orilla norte del río. A los ojos de Feric, estos árboles inmaculados, que crecían en la tierra negra, fecunda e incontaminada de Heldon, simbolizaban la posición de la Alta República en un mundo mestizado y degenerado. Así como la Selva Esmeralda era un bosque de árboles genéticamente puros, también Heldon era un bosque de hombres genéticamente puros, que se alzaban como una valla contra las monstruosidades mutantes de desechos genéticos que se apilaban rodeando a la Alta República.
Cuando
avanzó por el sendero pudo ver el puente del Ulm, un elegante arco de piedra tallada y acero inoxidable engrasado, obviamente producto de la superior artesanía helder. Feric apresuró el paso, y pronto comprobó con satisfacción que Heldon había obligado a los deformes borgravianos a aceptar la humillación de una fortaleza aduanera helder en el extremo borgraviano del puente. La construcción había sido pintada con los colores de Heldon —negro, rojo y blanco—, en lugar de una bandera; pero, reflexionó Feric, de todos modos proclamaba orgullosamente que no se permitiría que ningún semihombre contaminara ni un centímetro de suelo humano puro. Mientras Heldon se mantuviese genéticamente pura y aplicase rigurosamente las leyes de pureza racial, habría esperanza de que la tierra volviese a ser más adelante propiedad exclusiva de la auténtica raza humana.
Varios senderos que venían de distintas direcciones convergían en la fortaleza aduanera, y por extraño que pareciese, una lamentable colección de mestizos y mutantes formaba cola frente al portón público, vigilada por dos guardias aduaneros meramente ceremoniales, armados sólo con garrotes comunes de acero. Una situación realmente peculiar, puesto que la mayoría de estas criaturas no tenían la más mínima esperanza de pasar un examen superficial, aunque los aduaneros fueran ciegos retardados. Un evidente Hombre Lagarto estaba detrás de una criatura que tenía una articulación suplementaria en las piernas. Había Pieles Azules y enanos jorobados, un Cabezahuevo, y mestizos de toda clase; en resumen, un muestrario típico de la ciudadanía borgraviana. ¿Qué inducía a estos pobres diablos a suponer que serían autorizados a cruzar el puente y entrar en Heldon? Feric se lo preguntó mientras se ponía en la fila, detrás de un borgraviano vestido sencillamente, y que no mostraba ningún defecto genético visible.
Por su parte, Feric estaba más que preparado para el examen genético completo por el que tendría que pasar antes que se certificase su condición de humano puro, y se lo admitiese en la Alta República; aprobaba calurosamente la severidad de la prueba y la aceptaba de buen grado. Aunque su linaje inmaculado prácticamente le garantizaba la certificación, con algún esfuerzo y bastantes gastos él mismo había verificado de antemano su propia pureza genética, al menos en la medida en que esto era posible en un país habitado principalmente por mutantes y mestizos de humanos y mutantes, donde sin duda los propios analistas genéticos estaban completamente contaminados. Si los dos progenitores de Feric no hubiesen tenido certificados, si el linaje familiar no se hubiese conservado sin mácula durante diez generaciones, si a él mismo no lo hubieran concebido en la propia Heldon, pese a que había tenido que nacer en Borgravia porque desterraron a su padre a causa de supuestos crímenes de guerra, no se habría atrevido nunca a solicitar que lo admitieran en una patria espiritual y racial que jamás había visto. Aunque se lo reconocía de inmediato como a un hombre verdadero en cualquier lugar de Borgravia, y pese a que se había verificado tal condición aplicando lo que pasaba por ser la ciencia genética en ese Estado de mestizos, deseaba ansiosamente que llegase el momento de la única confirmación de pureza genética que realmente importaba: que lo aceptaran como ciudadano en la Alta República de Heldon, único bastión del auténtico genotipo del hombre.
Pero, ¿por qué ese material tan visiblemente contaminado intentaba pasar la aduana de Heldon? El borgraviano que estaba delante era un ejemplo apropiado. Sin duda, la apariencia de pureza genética de la criatura sólo tenía un defecto: un acre olor químico exudado por la piel; pero esa evidente aberración somática era claro indicio de un material genético completamente contaminado. El analista genético helder lo identificaría en un instante, sin necesidad de ningún instrumento. El Tratado de Karmak había obligado a Heldon a abrir las fronteras, pero sólo a los humanos que pudiesen obtener un certificado. Quizá la respuesta era sencillamente el deseo patético, incluso del mestizo genéticamente más degenerado, de obtener que se lo aceptase en la fraternidad de los verdaderos hombres, un deseo a veces tan intenso que desbordaba los cauces de la razón o de la verdad reflejada en el espejo.
En todo caso, la fila avanzaba con bastante rapidez, y desaparecía en el interior de la fortaleza aduanera; sin duda dentro se tramitaba y rechazaba rápidamente a la mayoría de los borgravianos. No transcurrió mucho tiempo antes que Feric pasara entre los guardias del portal, pisando por primera vez en su vida lo que en cierto sentido podía considerarse suelo helder.
El interior de la fortaleza aduanera era inequívocamente helder, en profundo contraste con todo lo que se extendía al sur del Ulm, donde circunstancias infortunadas habían confinado a Feric hasta la edad adulta. El suelo de la amplia antecámara era de elegantes baldosas rojas, negras y blancas, y estos mismos colores embellecían las paredes de roble pulido. La cámara estaba iluminada por poderosos globos eléctricos. ¡Qué distinto de los interiores de cemento mal terminados y las velas de sebo del típico edificio público borgraviano!
A pocos metros del portal, un guardia aduanero helder que vestía un uniforme gris un tanto descuidado, con los botones de bronce sin lustrar, dividía la fila en dos grupos. Los mutantes y los mestizos más evidentes atravesaban el salón y pasaban por una puerta en la pared del fondo. Feric aprobó entusiasmado; no tenía sentido malgastar el tiempo de un analista genético con lamentables cuasi humanos. Un guardia aduanero común hubiera podido eliminarlos sin más trámite. Los pocos esperanzados a los que el guardia encaminó hacia la puerta más cercana, incluían varios casos muy dudosos, por ejemplo el borgraviano maloliente que precedía a Feric; aunque nada parecido a un Piel Azul o un Caraloro.
Pero mientras se aproximaba al guardia, Feric observó algo extraño e inquietante. El guardia parecía acoger a muchos de los mutantes a los que llevaba hacia el grupo de los rechazados, con una cierta familiaridad; más aún, los propios borgravianos actuaban como si conociesen bien el sistema, y ni siquiera protestaban porque se los excluyese, y no mostraban casi ninguna emoción. ¿Acaso estas pobres criaturas tenían una inteligencia tan inferior a la del genotipo humano que se olvidaban de todo de un día para otro, y retornaban aquí ritualmente? Feric había oído decir que esa conducta obsesiva no era desconocida en los verdaderos sumideros genéticos de Cressia y Arbona, pero jamás había observado nada parecido en Borgravia, donde el caudal genético se enriquecía constantemente con los nativos exiliados de Heldon, que no podían obtener la certificación de humanos verdaderos, pero que en todo caso elevaban el nivel del caudal genético borgraviano muy por encima de lo que se veía en lugares como Arbona o Zind.
Cuando Feric llegó a la cabeza de la fila, el guardia aduanero le habló en tono neutro, casi aburrido:
—Pase, ciudadano, ¿o candidato a ciudadano?
—Candidato a ciudadano —replicó sucintamente Feric. ¡Sin duda, el único pase concebible para entrar en Heldon era un certificado oficial de pureza genética! Uno ya tenía la ciudadanía helder o solicitaba el certificado, y en ese caso se le declaraba puro, o se le prohibía que entrara en Heldon. ¿Qué significaba esa absurda tercera categoría?
El guardia indicó a Feric la fila más pequeña con un flojo movimiento de cabeza. En todo esto, en el tono general de la operación había algo que inquietó profundamente a Feric; un error que parecía flotar en el aire, cierta pasividad, una clara falta de ese brío y esa energía tradicionales en los habitantes de Heldon. ¿Acaso esta vida solitaria en el lado borgraviano del Ulm había deteriorado sutilmente el espíritu y la voluntad de estos helder genéticamente robustos?
Absorto en estas cavilaciones un tanto sombrías, Feric siguió a los otros y entró en una habitación larga y estrecha; las paredes de paneles de pino estaban adornadas artísticamente con bandas de madera tallada que representaban escenas típicas de la Selva Esmeralda. Un mostrador de piedra negra, brillantemente lustrada y con aplicaciones de acero inoxidable, corría de un extremo a otro del cuarto; detrás se alineaban los cuatro funcionarios helder. Estos individuos parecían excelentes ejemplares de la humanidad verdadera, pero llevaban con cierto descuido el uniforme, y no tenían la firme apostura que corresponde a un soldado. Más parecían empleados de una oficina de correos que tropas aduaneras al cuidado de una ciudadela de la pureza genética.
La inquietud de Feric se acentuó cuando el borgraviano hediondo que estaba delante concluyó su breve entrevista con el primero de los funcionarios, se limpió la tinta dactiloscópica de las manos con un trapo bastante sucio, y siguió caminando en busca del siguiente funcionario. En el extremo más alejado de la larga habitación, Feric alcanzó a ver la entrada al propio puente, donde un guardia armado con un garrote y una pistola miraba pasar una colección sumamente dudosa de desechos genéticos, destinada a ingresar en Heldon. De hecho, toda la operación se llevaba a cabo con un aire absurdamente superficial.
El primer oficial helder era joven, rubio, y un magnífico ejemplo del auténtico genotipo humano; más aún, aunque Feric advirtió un dejo de laxitud en la apostura del joven, el uniforme parecía mejor cortado que en casi todos los otros; también estaba recién planchado, y los botones de bronce tenían un cierto lustre, aunque no podía decirse que relucieran. Frente a él, sobre el brillante mostrador negro había una pila de formularios, un lapicero, un secante, un trapo sucio y una almohadilla para entintar.
El oficial miró a los ojos a Feric, pero la virilidad de esta mirada no era muy convincente.
—¿Tiene un certificado de pureza genética emitido por la Alta República de Heldon? —preguntó con expresión formal.
—Vengo a solicitar el certificado y el ingreso en la Alta República como ciudadano y hombre verdadero —replicó Feric con dignidad, esperando estar a la altura de las circunstancias.
—Bien —murmuró tímidamente el oficial, extendiendo la mano hacia el lapicero y el formulario que remataba la pila, y apartando los ojos azules—. Ante todo, las formalidades. ¿Nombre?
—Feric Jaggar —respondió orgullosamente Feric, con la esperanza de ver en el otro un signo de reconocimiento. Pues si bien Heermank Jaggar no había sido más que un suboficial de gabinete en la época de la paz de Karmak, era probable que en la madre patria algunos reverenciaran aún los nombres de los mártires de Karmak. Pero el guardia no reconoció el honor implícito en el linaje de Feric, y escribió el nombre en el formulario con una mano indiferente, e incluso un tanto imprecisa.
—¿Lugar de nacimiento?
—Gormond, Borgravia.
—¿Ciudadanía actual?
Feric pestañeó molesto, pues se veía obligado a reconocer que técnicamente tenía la nacionalidad borgraviana. Sin embargo, se sintió obligado a decir:
—Mis padres eran helder nativos, tenían los certificados, y eran humanos puros. Y mi padre fue Heermank Jaggar, que sirvió como subsecretario de evaluación genética durante la Gran Guerra.
—Sin
duda usted comprende que ni siquiera el linaje más ilustre autoriza a otorgar el certificado de hombre verdadero, ni siquiera a un helder nativo.
Feric enrojeció.

FICHA TÉCNICA:

Título:
El Sueño de Hierro.
Autor: Norman Spinrad
Título Original : The Iron Dream (1972)
Traducción: Aníbal Leal
Portada: Manuel Calderón
Precio: 15.95 euros
Páginas: 270
ISBN: 84-96013-25-1
Fecha Publicación: 1 de Mayo 2006

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