EL PAÍS
El director #JeanJacquesAnnaud es un obseso de la
precisión histórica en sus películas. Durante el rodaje de "El nombre de la
rosa", la adaptación de la novela de Umberto Eco, tuvo unos cuantos días a los
principales medievalistas europeos, entre ellos a Jacques le Gof y Michel
Pastoureau, investigando si los monjes comían o no con la capucha puesta. Era un
detalle pequeño, pero caro: si se descubrían la cabeza para comer, había que
hacerles las tonsura a los extras y cobrarían mucho más. También hizo que se
pintasen de negro los cerdos que aparecen en segundo plano en el patio de la
abadía cuando Pastoureau le explicó que en la Edad Media los cochinos no eran
rosas, sino negros o con manchas.
Para la adaptación de "En busca del fuego", la
gran novela prehistórica del belga J.-H. Rosny Aîné, seudónimo de Joseph Henri
Honoré Boex, publicada por primera vez en 1911, no reparó en gastos: contrató al
etólogo Desmond Morris, entonces una autoridad mundial como autor de El mono
desnudo, para que imaginase los movimientos y lenguaje corporal de los hombres
prehistóricos y al novelista y erudito Anthony Burgess (el autor de La naranja
mecánica o Poderes terrenales) para inventarse las lenguas que hablan (más bien
gruñen) las diferentes especies humanas que aparecen en la serie. La leyenda de
Hollywood dice que cuando a William Faulkner le encargaron el guion de "Tierra
de faraones", lo primero que hizo fue llamar a Howard Hawks para preguntarle
“cómo diablos hablaban los faraones”. Annaud metió en nómina a Morris y Burgess
para tratar de responder a esa pregunta aplicada a la prehistoria. Sin embargo,
no fue suficiente.
Aunque reconocieron que recreaba la prehistoria con solvencia
y credibilidad (es imposible saber cómo fue, pero por lo menos podría haber sido
como la reconstruyó Annaud), la mayoría de los especialistas criticaron el rigor
científico del filme por un detalle crucial: dos especies humanas diferentes,
una más primitiva y otra más avanzada, se supone que un neandertal y un sapiens,
mantenían relaciones sexuales. Cuando se estrenó la película, en 1981, un
encuentro de ese tipo parecía imposible. Sin embargo, el pasado remoto cambia
constantemente y con él la percepción que la humanidad tiene de sí misma.
Lo que
a finales del siglo XX parecía un disparate, a principios del siglo XXI se
convirtió en una realidad.
Un equipo del Instituto Max Planck de Antropología
Evolutiva de Leipzig (Alemania), dirigido por el biólogo sueco Svante Pääbo,
logró secuenciar el ADN neandertal en 2011 y ofreció un descubrimiento que
transformó la prehistoria: se produjeron hibridaciones entre neandertales y
sapiens hace 70.000 años y el resultado de esos encuentros sexuales es que los
humanos no africanos tenemos entre un 2% y un 4%. Desde entonces, la cosa no ha
parado de complicarse y la convivencia de diferentes especies humanas que
describía En busca del fuego se ha confirmado. Esta novela fue escrita cuando la
prehistoria era una ciencia emergente que provocaba una mezcla de fascinación,
rechazo y desconfianza: la idea de que los hombres blancos eran descendientes de
una especie nacida en África no siempre cuadraba con el colonialismo y el
racismo institucional que impregnaba la vida de las sociedades occidentales, que
apenas hacía dos generaciones que habían abandonado la esclavitud. Si hay una
ciencia que muestra sin la más mínima duda –qué tristeza que sea necesario
demostrarlo– que todos los humanos somos iguales esa es sin duda el estudio del
pasado remoto.
El descubrimiento del equipo de Pääbo confirmaba que todas las
sociedades humanas, desde hace miles de años, habían sido multiculturales,
incluso multiespecies.
Desde este mismo mes de julio, sabemos que hubo un
momento en el que por lo menos ocho especies humanas cohabitan en la tierra y
que la soledad de los homo sapiens, desde hace unos 40.000 años, es la
excepción. Si ha habido un tema que ha interesado a la literatura prehistórica,
es precisamente ese, el del encuentro de diferentes especies que comparten el
mismo espacio, sobre todo entre neandertales y humanos.
El premio Nobel de
Literatura británico William Golding, autor de El señor de las moscas, publicó
en 1955, en plena Guerra Fría, la novela Los herederos (Minotauro) en la que
relataba cómo un clan neandertal se enfrentaba al cercano final de su especie.
En uno de los momentos más emocionantes de un libro extraño y evocador, un
anciano de la tribu le confiesa a uno de los jóvenes: “Hay otra gente en el
mundo”. La tribu neandertal se da cuenta de que todo ha cambiado cuando regresan
en su nomadismo a los pastos ancestrales de su clan porque otras personas rondan
aquel territorio. Los homo sapiens son descritos como seres crueles, que
destruyen el mundo a su paso, una de las marcas de la obra de Golding. La danza
del tigre (Plot), del paleontólogo sueco Björn Kurtén, es a menudo citada por
expertos en la prehistoria como la mejor novela sobre el pasado remoto de la
humanidad. “La danza del tigre se desarrolla en el momento de la desaparición de
los neandertales”, escribe Juan Luis Arsuaga en el prólogo de la edición
española. “En todos y cada uno de los lugares donde ocurrió, alguien pensó: ‘Soy
el último de mi raza. Es tiempo de morir”, agrega el codirector de Atapuerca y
autor junto a Juan José Millás de uno de los éxitos prehistóricos del año, La
vida contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara).
La saga de El clan del
oso cavernario (EmBolsillo), de Jean M. Auel, el best-seller sobre la
prehistoria por antonomasia, arranca con la historia de una niña sapiens que se
queda huérfana y es adoptada por un clan neandertal. Y El último neandertal
(Maeva), de Claire Cameron, relata la conexión entre una neandertal y la
científica que investiga el yacimiento en el que reposa 40.000 años después,
como si la relación entre las especies superase el tiempo y el espacio. En casi
todos estos libros, la prehistoria es utilizada como marco para novelas de
aventuras clásicas, aunque también como una reflexión sobre el poder destructor
de los humanos a lo largo de los tiempos y sus implicaciones sobre el presente.
Pero, por encima de todo, estos libros contienen muchas lecciones de humildad,
la más importante de ellas es que estar solos es una excepción: si los primeros
homo sapiens surgieron hace unos 200.000 años (aunque otros científicos hablan
de 300.000) por lo menos hasta hace 40.000 años compartimos el planeta con otras
especies humanas. Por qué ellos desaparecieron y nosotros seguimos aquí se
mantiene como un misterio que nos interroga sobre nuestra fragilidad mucho más
ahora que sabemos que somos los últimos, que ya no hay otra gente en el mundo.