lunes, marzo 03, 2008

LA CRONICA DEL PAJARO QUE DA CUERDA AL MUNDO

La verdad es que aún no leo este libro, pero desde hace mucho tiempo le traía ganas. No lo había comprado porque el precio no era precisamente accesible, pero hoy encontré una edición "de bolsillo" por un precio mucho, pero mucho menor. Así que, vénganos tu reino...
A la mejor, como yo, hay gente que ha querido adquirirlo pero no ha podido. Bueno pues ahora es cuando. Lo conseguí en la librería Gandhi (en Guadalajara, Jal. Mex.) a $161 pesos. Ed. Tusquets, colección MAXI Tusquets
A continuación, directamente de la página de la editorial

La sinopsis

Haruki Murakami es uno de los novelistas japoneses contemporáneos con mayor prestigio en su país. Pero hablar aquí de literatura japonesa sugiere siempre un mundo exótico, ajeno por completo al nuestro. Sin embargo, Murakami no sólo está considerado ya en Occidente un autor de culto, sino que su extensa obra narrativa ha roto fronteras y la crítica mundial lo sitúa entre Mishima y Pynchon. Era, pues, imprescindible darle a conocer definitivamente también en nuestra lengua.

Tooru Okada, un joven japonés que acaba de dejar voluntariamente su trabajo en un bufete de abogados, recibe un buen día la llamada anónima de una mujer. A partir de ese momento la vida de Tooru, que había transcurrido por los cauces de la más absoluta normalidad, empieza a sufrir una extraña transformación. A su alrededor van apareciendo personajes cada vez más extraños, y la realidad, o lo real, va degradándose hasta convertirse en algo fantasmagórico. La percepción del mundo se vuelve mágica, los sueños son realidad y, poco a poco, Tooru Okada deberá resolver los conflictos que, sin sospecharlo siquiera, ha arrastrado a lo largo de toda su vida. Crónica del pájaro que da cuerda al mundo pinta una galería de personajes tan sorprendentes como profundamente reales. El mundo cotidiano del Japón moderno se nos aparece de pronto como algo extrañamente familiar.

El Primer Capítulo

1

El martes del pájaro-que-da cuerda,

sobre los cuatro dedos y los seis pechos

Cuando sonó el teléfono, estaba en la cocina con una olla de espaguetis al fuego. Iba silbando la obertura de La gazza ladra, de Rossini, al compás de la radio, una emisión en FM. Una música idónea para cocer la pasta.

Al oír el teléfono, tuve la tentación de ignorarlo. Los espaguetis ya estaban casi listos y, además, en aquel preciso instante, Claudio Abbado conducía la orquesta filarmónica de Londres hacia el clímax musical. Sin embargo, qué remedio, bajé el gas, fui a la sala de estar y descolgué el auricular. Pensé que podía tratarse de algún conocido que me llamaba para hablarme de algún trabajo.

–Diez minutos, dame diez minutos –dijo sin preámbulos una mujer.

Soy bastante bueno reconociendo las voces, y aquélla no la había oído nunca.

–Perdone, ¿por quién pregunta? –dije educadamente.

–Pues por ti. Con diez minutos tengo bastante, dame diez minutos. Y así podremos entendernos bien —contestó la mujer. Su voz era suave y profunda, indefinible.

–¿Entendernos?

–Sí, entendernos el uno al otro.

Alargué el cuello a través de la puerta y atisbé dentro de la cocina. Un vapor blanco se alzaba de la olla de espaguetis y Abbado seguía dirigiendo la Gazza ladra.

–Lo siento, pero tengo una olla de espaguetis al fuego. ¿Puedes llamar más tarde?

–¿Espaguetis? –Dijo la mujer con perplejidad–. ¿Espaguetis a las diez y media de la mañana?

–Eso no es de tu incumbencia. Como lo que quiero y a la hora que quiero –contesté un poco enojado.

–Sí, claro. Tienes razón –dijo la mujer con voz seca, inexpresiva. Un pequeño cambio de humor le había hecho variar completamente el tono de la voz–: Muy bien, de acuerdo. Te llamaré más tarde.

–Espera, un momento –dije de manera precipitada–. Si se trata de vender algo, por más que llames, será inútil. Estoy sin trabajo y no me sobra el dinero.

–Ya lo sé. No te preocupes.

–¿Que ya lo sabes? ¿Qué es lo que sabes?

–Que estás sin trabajo. Eso ya lo sé. Y ahora vete con tus preciosos espaguetis.

«Pero, ¿tú de qué vas?», iba a decirle cuando colgó. Fue una manera de cortar muy brusca.

Permanecí unos instantes con el auricular en la mano, completamente desconcertado, mirándolo, pero me acordé de los espaguetis y volví a la cocina. Apagué el fuego y vacié la olla en el colador. Por culpa de la llamada ya no estaban al dente, pero no era tan grave.

¿Entendernos? Mientras me comía los espaguetis, reflexioné. ¿Entendernos el uno al otro en diez minutos? No comprendía qué había querido decir la mujer. Quizá se tratara de alguna broma. O quizá fuera una nueva técnica de ventas. En cualquier caso, no era algo que me importara.

Pese a todo, tras volver al sofá de la sala de estar, mientras leía un libro prestado de la biblioteca lanzando miradas furtivas al teléfono, empezó a darme vueltas por la cabeza la frase que había dicho la mujer: «Podremos entendernos el uno al otro en diez minutos». En diez minutos, ¿cómo diablos se supone que podemos entendernos? Pensándolo bien, desde el principio la mujer había fijado claramente el tiempo en diez minutos. Y la mujer parecía convencida al limitar así el tiempo. Como si nueve minutos fueran demasiado cortos y once demasiado largos. Justo como los espaguetis al dente.

Reflexionando sobre esto, se me quitaron las ganas de leer. Decidí que lo mejor sería planchar camisas. Siempre lo hago cuando me siento confuso. Es una vieja costumbre. Mi método se descompone en un total de doce pasos. Primero el cuello (anverso) –primer paso–, y termino por el puño de la manga izquierda –el duodécimo–. Plancho siguiendo estrictamente el orden establecido mientras cuento los pasos uno a uno. Si no lo hago así, no me sale bien.

Planché tres camisas y, tras comprobar que no había arrugas, las colgué en una percha. Desenchufé la plancha y la guardé con la tabla en un armario empotrado. Tenía la cabeza bastante más despejada.

Decidí beber un vaso de agua y, cuando me disponía a ir a la cocina, volvió a sonar el teléfono. Dudé unos instantes, pero acabé descolgando el auricular. Si era aquella mujer la que llamaba, con decirle que ahora estaba planchando y cortar era suficiente.

Pero era Kumiko. El reloj marcaba las once y media.

–¿Estás bien? –dijo ella.

–Sí, muy bien –contesté yo.

–¿Qué estabas haciendo?

–Planchaba.

–¿Te ha pasado algo? –En su voz había una ligera nota de tensión. Ella sabe muy bien que, cuando me siento confuso, plancho.

–Nada. Simplemente he planchado unas camisas. No me pasa nada especial. –Me senté en la silla y me pasé a la mano izquierda el auricular que sostenía con la derecha.

–¿Qué pasa, quieres algo?

–¿Sabes escribir poesía?

–¿Poesía? –repetí asombrado ¿Poesía? ¿Qué querría decir con poesía?

–En la editorial de un conocido publican una revista literaria para chicas y están buscando a alguien que seleccione y corrija las poesías que envían las lectoras. Además, quieren que escriba cada mes una poesía corta para la portada. No pagan mal, tratándose de algo tan sencillo. Es un trabajillo de pocas horas, claro, pero si te fuera bien, quizá te podrían pasar otros trabajos de redacción…

–¿Algo sencillo? –dije–. ¡Espera un momento! Lo que yo estoy buscando es un trabajo que tenga que ver con las leyes. ¿De dónde diablos has sacado la idea esa de hacerme corregir poesías?

–Pero, ¿no decías que escribías cuando ibas al instituto?

–Sí, ¡pero en un periódico! ¡En el periódico del instituto! Que tal clase había ganado el campeonato de fútbol, que el profesor de física se había caído por las escaleras y que lo habían ingresado…, chorradas por el estilo. Artículos de este tipo. No poesía. Poesía no sé escribir.

–Bueno, poesía, lo que es decir poesía… Las poesías que leen las niñas que van al instituto. No te digo que escribas poesías magníficas, de las que queda para la historia de la literatura. Conque lo hagas a tu manera es suficiente. ¿Me entiendes, verdad?

–Ni a mi manera ni nada. No tengo ni idea de escribir poesía. Ni he escrito nunca, ni pienso empezar a hacerlo ahora –rehusé categóricamente. Es que no tengo ni la más remota idea de cómo se escribe una poesía.

–Vaya… –dijo mi esposa con pesar–. Pero ese trabajo que dices relacionado con las leyes es difícil de encontrar, ¿no?

–Hago correr la voz. Seguro que me dicen algo en cualquier momento. Y, si no funciona, ya pensaré en otra cosa.

–¿Ah, sí? Bueno, está bien. Como te parezca. Por cierto, ¿qué día es hoy?

–Martes –dije tras pensármelo unos instantes.

–Entonces, ¿irás al banco a pagar los recibos del teléfono y del gas?

–Dentro de poco saldré a comprar la cena y, entonces, me pasaré por el banco.

–¿Qué harás para cenar?

–Aún no lo he decidido. Ya lo pensaré cuando haga la compra.

–Por cierto –dijo en tono serio mi mujer–. He estado pensando sobre ello y quizá no sea necesario que te apresures en buscar trabajo.

–¿Por qué? –pregunté asombrado de nuevo. Parecía que todas las mujeres del mundo habían decidido sorprenderme por teléfono aquel día–. El subsidio de desempleo se acabará un día de estos y yo no puedo estarme indefinidamente de brazos cruzados.

–Pero a mí me han subido el sueldo, y mi otro trabajo marcha bien, tenemos algunos ahorros y, si no derrochamos, podemos ir tirando. ¿No te gustaría seguir así, en casa, haciendo las tareas domésticas? ¿No te va este tipo de vida?

–Pues no lo sé –respondí con honestidad–. No lo sé.

–Bueno, tómate tiempo para pensarlo –dijo mi mujer–. Oye, ¿ya ha vuelto el gato?

El gato. Al oírlo me di cuenta de que no me había acordado de él en toda la mañana.

–No, todavía no ha vuelto.

–¿Te importaría mirar un poco por el barrio? Ya hace más de una semana que ha desaparecido.

Solté un gruñido como toda respuesta y volví a pasarme el auricular a la mano izquierda.

–Quizás esté en el jardín de la casa abandonada que hay al fondo del callejón. El jardín donde hay aquel pájaro de piedra. Lo he visto por allí algunas veces.

–¿En el callejón? –dije–. ¿Cuándo has ido tú al callejón? Nunca me habías dicho nada…

–Oye, lo siento, tengo que colgar. Tengo que volver al trabajo. Acuérdate del gato, ¿eh?

Y colgó. De nuevo me quedé unos instantes mirando el auricular.

«¿El callejón? ¿Por qué razón habría tenido que ir Kumiko al callejón?», pensé. Para entrar hay que saltar un muro de bloques de cemento. Hacer todo eso para entrar en aquel sitio no tiene ningún sentido.

Fui a la cocina, bebí agua, y luego salí al cobertizo y miré el plato del gato: las sardinas secas estaban tal como yo las había dejado la noche antes y no faltaba ni una. Era evidente que el gato no había vuelto. De pie bajo el cobertizo, miré hacia nuestro pequeño jardín bañado por los rayos de un sol de principios de verano. No era un jardín cuya contemplación sosegara el espíritu. La tierra donde sólo tocaba el sol una pequeña parte del día se veía siempre húmeda y oscura y, aunque había plantas, sólo teníamos en un rincón dos o tres hortensias de aspecto poco imponente. Además, la hortensia es una flor que no me gusta demasiado. Desde una arboleda cercana llegaba el chirrido regular de un pájaro, un ric-ric, como si estuviera dándole cuerda a algún mecanismo. Nosotros hablábamos de él como del pájaro-que-da-cuerda. Fue Kumiko quien lo llamó así. No sé cuál es su auténtico nombre. Tampoco sé cómo es. Pero, se llame como se llame, sea como sea, el pájaro-que-da-cuerda viene cada día a la arboleda que hay cerca de casa y le da cuerda a nuestro apacible y pequeño mundo.

«¡Uff! ¡Andando! ¡A por el gato!», pensé. Siempre me han gustado los gatos. Y éste me gusta en particular. Pero los gatos tienen su propio estilo de vida. No son estúpidos. Cuando uno desaparece, significa que le ha apetecido ir a cualquier parte. Y que ya volverá cuando tenga hambre y esté exhausto. En fin, tendré que ir a buscarlo para contentar a Kumiko. De todas formas, no tengo nada mejor que hacer.

A principios de abril dejé el trabajo en el bufete de abogados donde había estado empleado desde que empecé a trabajar. No es que no me gustara el trabajo. No había ninguna razón especial para dejarlo. No es que fuera precisamente un trabajo emocionante, pero el sueldo no era malo y, además, el ambiente de la oficina era amigable.

Mi función en el bufete era, para decirlo en dos palabras, la de recadero especializado. Y trabajaba mucho. Quizá no esté bien que hable así de mí mismo, pero, en lo que se refería a la ejecución de trabajos prácticos, yo era muy bueno. Era de comprensión rápida, expeditivo, no me quejaba, mi forma de pensar era realista. Cuando anuncié que dejaba el trabajo, el anciano doctor –el padre de «Padre e Hijo, Abogados», propietarios del bufete– llegó a decirme que podrían intentar subirme un poco el sueldo.

De todos modos, me fui. No es que tuviera algún deseo especial o la perspectiva de hacer algo concreto tras dejar el trabajo. No me apetecía lo más mínimo volver a encerrarme en casa para preparar las oposiciones al cuerpo de justicia y, además, lo principal: en aquellos momentos ya no quería ser abogado. Sólo que no tenía ninguna intención de seguir indefinidamente en aquella oficina haciendo indefinidamente el mismo trabajo, y sabía que si no lo dejaba entonces, ya no lo dejaría jamás. Si permanecía allí mucho tiempo, acabaría mis días, sucediéndose monótonos, uno tras otro, en aquel lugar. Y es que, ante todo, yo ya había cumplido los treinta.

Durante la cena abordé el tema:

–Tengo ganas de dejar el trabajo.

–¡Ah! –dijo Kumiko.

No entendí muy bien qué significaba aquel «¡Ah!», pero ella no añadió nada más y enmudeció durante unos instantes.

Al ver que también yo permanecía en silencio, dijo:

–Si quieres dejarlo, déjalo –y añadió–: Se trata de tu vida y debes hacer lo que tú quieras. –Y una vez dicho esto, se enfrascó en la tarea de ir quitándole las espinas al pescado con los palillos y dejándolas en el borde del plato.

El sueldo que cobraba mi mujer por su trabajo en la redacción de una revista especializada en dietética y alimentación natural no estaba nada mal. Se encargaba, además, de las ilustraciones de la revista de un amigo, redactor de la publicación; un trabajo sencillo que éste le ofrecía a menudo. (Ella había estudiado diseño en la escuela y su sueño era ser ilustradora free-lance.) Esos otros ingresos tampoco eran despreciables. Yo, por mi parte, al dejar el trabajo recibiría durante un tiempo el subsidio de desempleo. Y si me quedaba en casa y hacía las tareas domésticas, podríamos ahorrarnos gastos superfluos como comer fuera o la lavandería, con lo que nuestra situación económica no tenía por qué cambiar con respecto a la época en que yo aportaba mi sueldo.

Y, así, dejé el trabajo.

Sonó el teléfono cuando, ya de vuelta de la compra, estaba metiendo la comida en el frigorífico. El timbre del teléfono me pareció inusitadamente impaciente. Dejé el paquete de toofu[1] medio abierto sobre mesa de la cocina, fui a la sala de estar y cogí el auricular.

–Ya debes de haber terminado tus espaguetis, supongo –dijo la mujer.

–Pues, sí. Ya los he terminado. Pero ahora tengo que ir a buscar el gato.

–Diez minutos, podrás esperarte, ¿no? Para ir a buscar el gato. El caso de los espaguetis era totalmente distinto.

No sé por qué motivo, pero no pude colgarle el teléfono. En la voz de aquella mujer había algo que me llamaba la atención:

–Muy bien, pero sólo diez minutos.

–Así podremos entendernos el uno al otro –dijo la mujer en voz baja. Y creí percibir cómo, al otro lado del hilo, la mujer se arrellanaba cómodamente en su asiento y cruzaba las piernas.

–Ya veremos –dije–. ¿Qué es lo que podremos entender en diez minutos?

–Diez minutos pueden ser más largos de lo que crees.

–¿Es verdad que me conoces? –le pregunté.

–Nos hemos visto cientos de veces.

–¿Cuándo? ¿Dónde?

–En algún momento, en algún lugar –contestó la mujer–. Pero si tengo que explicarte, una a una, todas esas cosas, los diez minutos no bastarán. Lo único que importa es este momento, ¿no te parece?

–Por lo menos dame alguna prueba. Dame una prueba de que me conoces.

–¿Cómo qué?

–Como mi edad, por ejemplo.

–Treinta años –respondió ella al instante–. Treinta años y dos meses. ¿Te basta con esto?

Enmudecí. Era evidente que me conocía. Pero por mucho que rebuscara en mi memoria, no lograba recordar su voz.

–Ahora te toca a ti adivinar cosas sobre mí –dijo en tono provocativo–. Por la voz, imagínate cómo soy. Cuántos años tengo, dónde estoy, cuál es mi aspecto, ese tipo de cosas.

–No lo sé –dije.

–¡Vamos! ¡Inténtalo!

Miré el reloj. Sólo habían transcurrido un minuto y cinco segundos.

–No lo sé –repetí.

–Entonces te lo voy a decir –dijo la mujer–. Estoy en la cama. Acabo de ducharme y no llevo nada.

«¡Vamos! Era de esperar», pensé. «Una llamada erótica.»

–¿Prefieres quizá que me ponga ropa interior? ¿O medias? ¿Qué es lo que más te excita?

–Me da igual. Ponte lo que quieras. Si quieres ponerte algo, te lo pones. Y si prefieres estar desnuda, quédate así. Mira, me sabe mal, pero no tengo ningún interés en hablar de eso por teléfono. Además tengo cosas que hacer y…

–Sólo diez minutos. Dedicarme diez minutos no creo que sea una pérdida de tiempo irreparable en tu vida, ¿no? En fin, responde a mi pregunta. ¿Te gusto más desnuda? ¿O prefieres que me ponga algo? Tengo de todo, ¿sabes? Lencería negra de encaje…

–Ya está bien así –dije.

–Me prefieres así, ¿verdad?

–Sí, así está bien –dije. Habían pasado cuatro minutos.

–Mi vello púbico todavía está húmedo, ¿sabes? –dijo la mujer–. No me lo he secado bien con la toalla. Por eso todavía está húmedo. Húmedo y cálido. Y suave. Tan negro y suave. Acarícialo.

–Oye, lo siento, pero…

–Y debajo, está cálido, cálido. Igual que mantequilla caliente derretida. Así de cálido. En serio.¿Sabes en qué postura me he puesto? Tengo la rodilla derecha levantada y la pierna izquierda separada hacia un lado. Como las agujas del reloj señalando las diez y cinco.

Por su tono de voz comprendí que no mentía. Que verdaderamente tenía las piernas abiertas formando el ángulo de las diez y cinco y que su sexo estaba cálido y húmedo.

–Acaríciame los labios. Despacio. Ábrelos. Así, despacio. Acarícialos con las yemas de los dedos. Sí, así, muy despacio. Y ahora toca con la otra mano mi pecho izquierdo. Acarícialo suavemente, desde abajo, pellizca suavemente los pezones. Otra vez, otra vez, otra vez… Hasta que me corra.

Colgué el teléfono sin decir nada. Me tendí en el sofá y, mirando el reloj, exhalé un profundo suspiro. Había hablado con aquella mujer unos cinco o seis minutos.

Diez minutos más tarde volvió a sonar el teléfono, pero esta vez no respondí. Sonó quince veces y luego se cortó. Cuando cesó, un silencio frío y profundo cayó a mi alrededor.

[1] Cuajada de soja. (N. de los T.)

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